Rescato hoy el cuento La historia azul de Isaura Docemadres, que hace ya unos cuantos años, en 2007, el jurado del Premio de la Granja, decidió premiar. (La foto es de Javier Morasio).
—¿De qué color es la esperanza, madre?
La niña Isaura me miraba sin pestañear, los ojos gatunos, herencia de Julia, conservaban la inocencia de los nueve años. Alguien le habría contado a la huerfanita que la esperanza, como la pasión o la pureza, atesoraban una tonalidad propia que las barnizaba con un tinte diferenciador. Desconozco quién le había metido semejante patochada en la testa infantil engalanada de ricitos negros como el desconsuelo; a cualquiera de nosotras podría habérsele ocurrido. Éramos doce, en las épocas buenas llegamos a sumar la treintena, pero eso no lo había conocido la niña Isaura. Fue mucho antes de la muerte de la Julia y antes, por supuesto, de que ésta recibiera la savia envenenada. El médico no había ido con mentiras:
—Te pegaron una enfermedad de las malas, Julia.
Y a ella le gustaba pensar que el mismo hombre que le había infiltrado el mal, le había dejado en el vientre a la pequeña.
El día que murió, las doce putas nos calzamos de largo, la mayoría con los vestidos de las esposas de nuestros clientes, y nos fuimos a llorarla al entierro. Resplandecía de tal modo en su lecho de paz que a nadie se le habría pasado por la cabeza su pasado de lupanares, más bien parecía una virgen dormida y cuando la Churita Ventrejo pasó a la Isaurita por delante para que le diera la última mirada, por si en su cerebrito infantil quedaba un poso de recuerdo el día de mañana, y la niña, que sólo tenía un año y seis meses, balbució mamá, a todas se nos rompieron los ojos. Santateresita se echó al suelo y todo. La Madame la sacó del lodazal con sus brazos de carnicera. Aquel día llovía mucho, tampoco el cielo había podido reprimir las lágrimas. La niña Isaura repitió la llamada, pero esta vez no lo dijo mientras la miraba, sino que fueron palabras al viento como si los ojos gatunos hubieran conseguido detectar al alma de Julia en su ascensión al cielo.
Después, en silenciosa procesión, regresamos a nuestro hogar común. A nadie se le había pasado por la cabeza que la niña debiera vivir en otro lado hasta que la Rosacruz dijo que cualquier día llegaba la justicia y se la llevaba.
—¿Llevársela adónde?
—Pues a una casa con padres de verdad, dónde va a ser, son las leyes.
La Madame dijo que lo que había sido seguiría siendo, expresión con la que quería referir que la niña continuaría viviendo con nosotras y si alguien llegaba por ella la escondería en el más recóndito lugar.
Pero nadie vino a buscarla. Seguramente, las leyes a las que se refería la Rosacruz no alcanzaban los dominios del arrabal, al otro lado del río, donde sólo quedaban los rescoldos de la civilización.
Así que se quedó a vivir con nosotras y a partir de la muerte de la Julia, tuvo doce madres tan ilusionadas como inexpertas, cada una con sus métodos y sus ideas pero con la intención común de transformarla en una reina. La Madame impuso un orden para evitar los primeros conatos de pelea que comenzaban a aflorar por el desacuerdo en el modo en que debíamos educarla. Lo primero que hizo para evitar recelos fue asignar un turno diario, de modo que cada una de nosotras sería mamá cada doce días. El resto debíamos comportarnos como tías, como las tías que habíamos venido siendo mientras la Julia estuvo con nosotras.
Aparte de la Madame, la única que sabía leer era yo así que me asignaron el papel de maestra porque la niña, Lilus, —me decían— tiene que ser alguien grande. A partir de esta premisa, a cada una le llegaba a la cabeza un disparate: sería abogada, médica o ama de casa ponedora, cocinera y criadora. Creo que éste era el oficio anhelado por todas. Allí, residía nuestra esperanza: en que un día llegara un hombre honrado y nos llevara lejos, nos proporcionara un hogar que cuidar, precisamente el mismo espacio que otros abandonaban para venir a buscar la esperanza en nuestros cuerpos.
La niña Isaura tenía el mismo rostro de la Julia, y la misma inocencia de aquélla. Como no teníamos fotografía, la Avagadner, que tenía algunas trazas para la pintura, le hizo un retrato de lapicero que nos dejó tan maravilladas que más de una bosquejó sobre los papeles de viejos periódicos lo primero que le vino en mente en un intento de acercamiento al arte. Por desgracia descubrimos muy pronto que no existían más talentos entre nosotras. La única que se amistó con la afición fue a la niña. La madame le compró una libretita de hojas con cuadrícula en la que me obligó a poner en la tapa: Isaura dos, Isaura tres, Isaura cuatro, y así sucesivamente según la edad que cumplía. Las guardaba todas en el lugar más inexpugnable del burdel: la estantería de su habitación, al lado de una virgencita que cambiaba el color según el tiempo. Consiguió, además, que la Avagadner adquiriera el compromiso de enseñarle a pintar fuera de los días en que le tocaba ser su madre, porque los días en los que le tocaba, debía quererla y ya está.
La Avagadner consintió muy a regañadientes pues ceñirse a un plan preestablecido en el que además se le exigían resultados se le antojaba una montaña. No obstante, con el paso de los años y la notoria mejoría de la niña que pasó de las rayas a las casitas, de las casitas a las personas, le fue agarrando el gusto a la enseñanza. Así, cuando cumplió los nueve años, la niña Isaura se manejaba con soltura con las letras y con los pinceles.
—¿De qué color es la esperanza? —volvió a preguntar sacando una lengua redondita y gordezuela, frente a su primer lienzo, una tela blanca que le había regalado la Madame.
—Por qué la esperanza —le pregunté—, quién te dijo eso mi niña.
Ella se encogió de hombros y le dio por reír como si hubiera dicho un chiste. Le contesté que la esperanza era azul.
—¿Azul? —me preguntó Adela la mora esa misma tarde cuando se lo contaba— Y eso a qué santo.
—Supongo que fue porque azul es el mar y el cielo… no sé por qué dije eso.
La niña rompió la mano artista y la pureza del lienzo con un dibujo extraño. No sabíamos si se trataba de una burla, la mayor ofensa al destino, un pecado o un exceso de originalidad. Se trataba del rostro de una señora, la niña Isaura decía una señora, y ese día la Madame le explicó que esa señora se llamaba Julia y que era su madre.
—Mi madre hoy es Lilustrada —dijo mientras me señalaba.
Hubo que explicarle varias veces las leyes fundamentales del mundo, labor encomiosa a la que nos dedicamos en alma con la mayor de las sutilezas. Después nos enteramos que la Madame y la Avagadner habían premeditado que la niña debía pintar a la Julia y después debíamos contarle la verdad. Por qué no nos dijeron sus intenciones al resto, es algo que no comprendí. Creo que la Madame sólo quería que estuviéramos presentes, como testigos mudos, para dar fe de que lo que le contábamos era verdad, pero no permitió que pronunciáramos palabra alguna. Si algo sabíamos nosotras era cuándo la Madame ponía cara de que debíamos callar. Y aquella vez la puso, vaya si la puso, para representar la escena que debía de llevar años ensayando. Pese a sus intentos bienintencionados, la voz amable, dulce a veces pese a los estragos de la ginebra, los diminutivos, y las palabras de cariño, no pudo evitar que la niña rompiera a llorar víctima de la desorientación.
—Es normal. Necesitará algunos días para pensar a solas.
La Madame ya lo tenía previsto y por primera vez en la larga historia del burdel, abandonó su habitación y se vino a dormir con nosotras, en las habitaciones de servicios para que la niña ocupara su cuarto y pudiera estar tranquila.
A la Santateresita el gesto la conmovió sobremanera.
—Para que digáis que la Madame no tiene corazón.
Esa noche la pasó colgada de una lágrima, dando gracias a la Madame que roncaba sumida en un sueño profundo. Al fin, Ramirita le pidió que se callara, que pensara en el cuadro de la niña. La imagen del lienzo en el que se mostraba un rostro de facciones egipcias, regresó a mi mente y creo que me dormí pensando en ella. A la mañana siguiente la niña Isaura no salió de la habitación. Tampoco quiso comer. Por la tarde, cuando apareció en el salón, parecía mucho más delgada y mucho mayor, como si hubiera crecido en unas horas lo que le correspondía a varios años.
Quizá fuera porque había dormido en el cuarto de la Madame como señora absoluta, desbancando de su trono a la mujer que había llevado las riendas del burdel durante más de treinta años, que a partir de entonces empezamos a tratarla como una adulta. Hubo, además, un hecho que realzó el tratamiento que le dispensamos.
La Madame colocó el retrato en la cómoda de mimbre de la entrada, allí donde ella hacía las cuentas y recibía las visitas.
Apenas llevaba expuesto tres semanas cuando un cliente innominado, alto y de buen porte, preguntó por el precio del lienzo.
A la Madame se le olvidaron entonces los sentimentalismos y le pidió tanto dinero que el hombre casi se atraganta con un mazapán de carcajadas. Apenas le salió la voz para preguntarle si se trataba de un Picaso.
—Es una muchacha que estaba con nosotros y a la que todas queríamos una barbaridá.
Acordaron la venta por la cuarta parte del precio inicial. Después el hombre quiso conocer a la pintora y la Madame, temerosa de que si le presentaba a la niña, él pensara que se trataba de un fraude, le presentó a la Avagadner.
Habló después la Ava —cuando la niña Isaura se había retirado— acerca de la apostura del hombre, de sus buenas formas y de sus educados modales. ¿Habló de sexo? No lo recuerdo. Supongo que para nosotras se trataba de una cuestión intrascendente. Lo que no me cabe duda es que detrás de aquellas palabras se encontraba la seña inequívoca del amor. A ninguna nos pasó desapercibido que se le habían abierto las puertas de la esperanza.
—Y quiere venir cada quince días para llevarse un cuadro.
Entonces nadie replicó que el óleo que deseaba no era el suyo sino el de la niña Isaura. Ni siquiera la Madame que todavía no entendía que el fruto de los pinceles pudiera octuplicar el de un servicio completo en sábado y que contaba en silencio los billetes una y otra vez.
Puntual a su cita el hombre regresó a los quince días. La niña no había vuelto a pintar desde el fatídico día en que embadurnó su primer lienzo. En aquel tiempo se paseaba por la casa en silencio, arrastrando los pies como si fuera una anciana, encerrada en un mutismo con el que parecía conformarse de su condición de hija de doce putas charlatanas que aguardábamos, según indicaciones de la Madame, a que todo se le pasara.
Momentáneamente los turnos de madre se suprimieron. También las actividades diarias: el aprendizaje de los grandes libros y las clases de pintura. Lo único que hicimos fue aguardar —con mucha impaciencia contenida— a que saliera por su propio pie del pozo en el que la había sumido la verdad.
Durante los quince días que mediaron entre las dos visitas del cliente innominado, la Ava se dedicó a pintar como si aquél fuera su único oficio. La oímos maldecir cientos de veces en la habitación común donde se encerraba mientras el resto aguardábamos en el salón, pero llegado el día doce o trece pareció satisfecha con el resultado. El cuadro desmerecía bastante al primer retrato que había pintado de Julia, probablemente porque aquél había nacido de la mismísima simiente de la inspiración y en este último se había diluido entre las brumas de la necesidad. El propio encono debió de arruinar la chispa artística pues cuando el cliente innominado, tal y como había prometido, llegó quince días más tarde y observó con detenimiento el cuadro, dijo que no le interesaba. Después añadió algo que la Madame repitió en exceso durante la reunión posterior, aquella misma noche, como si a fuerza de decirlas alcanzara a comprender el significado de las palabras. Pero aquello era demasiado para doce chicas que la miraban labiopintarrajeadasy boquiabiertas:
—Peca de un conformismo exacerbante.
Pero el cliente no había venido sólo en busca de un nuevo cuadro sino por el interés legítimo al que se acude a un burdel. La Madame le preguntó si deseaba echar un vistazo a otras chicas. Él dijo que no, que deseaba repetir con la Ava. Cuando la Madame contó aquello la Ava se echó a llorar y la Santateresita le acompañó el llanto porque era buena plañidera.
—Este hombre me tiene que sacar de aquí, ya lo veréis.
Que siguiera pintando. Aquella contraseña escueta que él había pronunciado en los entreactos del amor fue su sentencia de muerte. Con voracidad ciega se dedicó noche y día a la búsqueda del cuadro grial. Se endeudó con la mayoría de nosotras para la compra de óleos y lienzos, con la promesa de que en su nueva vida regresaría a la tierra baldía donde nos quedábamos las pobres para reintegrarnos con creces la deuda. Pintó casas, montañas, ciervos, bodegones, rostros de mujeres, rostros de hombres, de ancianos, lo pintó a él, muchas veces, hasta la saciedad, aunque con el temor de que ninguno de ellos le agradara. Rosarito le sugirió que se los enseñara todos. Ella se quedó pensativa: todos no, dijo, y seleccionó siete, ocho, no lo recuerdo. La Madame los dispuso desde la entrada. Retiró el espejo y colgó el más grande, aquél en el que había dos mujeres sentadas. Después fue repartiéndolos en los huecos, de modo que en vez de un lupanar aquello parecía una pinacoteca. La gente los miraba. Algunos clientes se interesaron pero en cuanto la Madame sacó el látigo del precio se echaron atrás. Al hombre tampoco le interesó ninguno. No había duda, por lo tanto, de que la única persona que podía mantener la esperanza de la Ava y de todas nosotras despierta era la pequeña Isaura. La Madame le había comprado un vestido de señorita. Con ese aspecto de ángel extraviado en el infierno, la recuerdo frente al espejo al lado de la Ava, que, repuestos los turnos maternales, le explicaba cómo debía ceñirse el cinturón. Y más tarde emborronando un lienzo en un dibujo incomprensible.
El cuadro se expuso en la entrada, después de haberse retirado prudentemente todos los demás. Imaginábamos lo que iba a suceder. La niña alimentaría los ímpetus artísticos del hombre y la Ava, los carnales. Entre todos fundamentarían la esperanza pues por carambola, por herencia en sentido ascendente, algo nos tocaría del ingente caudal de aquella incipiente fuente de riqueza.
Pero el hombre no regresó.
Jamás.
No puedo decir que todo volviera a la normalidad. No existió ese día en que el azul se tornó gris de repente como había sucedido al revés. Fue un proceso paulatino en el que envejecimos más rápido de lo normal hasta el punto de que la mayoría ya no pudimos disimular los áridos campos en los que nos había enfundado el tiempo. Entonces venían pocos clientes. Algún despistado que se dejaba caer por allí al que se le servía una copa. Sólo los de siempre, los que ya habían aborrecido el sexo o habían encontrado el desfogue en otro lado, siguieron viniendo, supongo porque no había ningún otro sitio decente en el pueblo donde poder derrumbar con honor las carnes marchitas. En consecuencia, los ingresos menguaron hasta la extenuación. La Ava, la única que aún conservaba el rescoldo de una hermosura de cine en blanco y negro, mantuvo una escasa clientela que nos permitió sobrevivir.
Rosacruz se marchó. Venía anunciándolo durante mucho tiempo pero nadie le hizo caso hasta el día en que se plantó con las maletas en la puerta y una lágrima en la mejilla. Os escribiré a todas, dijo. Pero ya nunca más supimos de ella. También la Risota y Juana la Loca nos abandonaron. La primera por culpa de un constipado mal curado, la segunda porque se fue a casa de su hija. Y el resto nos quedamos mirando el techo a la espera de un milagro, conteniendo la belleza de la niña Isaura para que no se desbordara como si fuéramos las madastras de la Cenicienta, vistiéndola con los peores ropajes para evitar cualquier tentación porque la niña debía casarse con un hombre, formar un hogar y alejarse del infausto mundo en el que había nacido. Pero un día, aprovechando la llegada de dos clientes que estaban a punto de marcharse, bajó la escalera vestida de puta. Era la puta más bella que jamás habíamos visto. La Madame dijo que aquel cuerpo no estaba en venta. Los hombres insistieron. Duplicaron el precio. Lo triplicaron. La niña aceptó la oferta y entonces la Madame le dijo que aquel dinero no se ganaría en su casa.
La niña Isaura regresó por la noche. Dejó el dinero encima de la cómoda y subió a su habitación en silencio. A ninguna nos gustaba, pero todas miramos el dinero como si se hubiera obrado el milagro. No sirvió para nada. La madame se apropió de aquel ingreso y de los sucesivos. Aunque la niña siguió trajinando por las noches, la casa se convirtió en un ejemplo de austeridad y cuando la Madame murió, las perspectivas de alejamiento de la ruindad se desvanecieron por completo. Entre sus pertenencias había una cajita de metal blanca con un motivo de dos dragones enroscados en pleno deleite pasional. Dentro se encontraba el dinero de la venta del cuadro, de las salidas nocturnas y una nota: ahorros de Isaura, que la niña donó en beneficio del fondo de una comunidad al borde de la extinción, lo cual nos permitió abandonar la estrechez a cambio de un cargo de conciencia insoslayable. Por votación unánime asumí el papel de sucesión de la Madame aunque más semejaba el cargo el de una Madre Superiora que el de la regenta de un burdel y pese a mis esfuerzos, no pude evitar que un mal día la niña Isaura nos abandonara:
—Con el fondo tendrán bastante para vivir y yo les enviaré dinero de vez en cuando.
—¿Y adónde te marchas niña?
No supimos de ella hasta hace un mes. Habían pasado siete años. La Santateresita murió en septiembre así que sólo quedábamos siete. Habría llorado mucho. La Mora no podía andar porque se le habían hinchado las piernas y yo había perdido gran parte de la visión de cerca, la suficiente para ser incapaz de leer un texto. La Tachuela fue la que dio la noticia a voz en grito después de irrumpir en la casa con vientos de vendaval:
—¡La niña se nos casa!
Llevaba un papelón grande en la mano que ondeaba como una bandera. El cartero le había leído la invitación y ella había memorizado las señas de una calle donde se celebraría la boda.
Volvimos a disfrazarnos de señoras con los vestigios de las ropas apolilladas y alguna que otra nueva donación. Nos embarcamos en la aventura de llegar hasta la ciudad montadas en un autobús que nos hacía trotar como en los viejos tiempos, y nos apeamos en una calle cercana, las seis cogidas del brazo, como una de esas tirillas de muñecos del día de los inocentes. Habíamos especulado hasta la saciedad acerca de cómo sería el futuro marido y le habíamos encontrado las mejores cualidades cuando nos quedamos paradas frente a un cartel gigantesco y una boda inexistente. Una hermosa muchacha de cabellos ondulados nos miraba con una sonrisa en los labios y una copa chispeante en una mano:
—Mis madres —nos presentó ante una concurrencia de señores elegantes que comenzaron a aplaudirnos. La Ava, como no sabía muy bien qué pasaba, hizo una reverencia.
La niña Isaura se unió a nuestra hilera de muñequitos. Entramos en una sala grande. Volvieron los aplausos. Varios hombres nos hicieron fotos con flashes, otro le acercó un micrófono a la niña y ésta nos fue presentando una a una. Allí en la inmensa sala, el cartel rezaba:
Exposición pictórica de Isaura Docemadres.
En la pared colgaban doce lienzos grandísimos.
Doce retratos azules.
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