La literatura siempre propone un viaje a los mundos del autor, pero pocas veces he sentido con tanta intensidad ese viaje como en Pájaros en un cielo de estaño. Una vez más, entrar en el mundo Tocornal me ha provocado un bienestar semejante a esas vacaciones que nunca deseas que terminen. Durante unas horas, me he sentido un habitante más de las Almazaras, la aldea en la que se ambienta la novela y a la que llegó desde Flandes una familia muy especial, los Pájaros, con su rocambolesca furgoneta y la prole de bocas que alimentar. Gracias a una manera de contar muy lírica, en primera persona y dotado en muchas ocasiones de omnisciencia, el narrador testigo nos embauca con las historias de los habitantes y sus cómicas peripecias utilizando un estilo propio, con algunas reminiscencias de aquel grande de las letras cuya madre no deseaba que le concedieran el Nobel porque todos los galardonados morían poco después. Cada palabra seduce y nos arrastra hasta una época y un lugar que nos resulta enseguida familiar. Sabemos que existe aunque no exista, como la realidad mágica que tanto nos mostraron los escritores del boom y unos años antes aquel genio checo padre de tantas literaturas posteriores. Pero no los citaré. Hoy no deseo mencionar más nombres que el de Tocornal, y que solo este quede grabado en la escueta reseña, como mi pequeño agradecimiento por llevarme de una manera tan dulce (agradable a pesar de mi diabetes crónica) al mundo de sus sueños.
Las doscientas sesenta y nueve páginas de la novela se leen de corrido, aunque el autor no se impaciente pues va desvelando las historias con una admirable tranquilidad. Al terminar, a uno le queda ese regusto que siempre alimenta el recuerdo. Cómo no podía ser de otra manera, la obra mereció el reconocimiento de varios jurados de distintos premios, entre ellos el del Premio Valencia de Narrativa, con un jurado de lujo compuesto por Elia Barceló, María Oruña, Carlos Zanón y Eva Olaya.